Y la sangre se quedó estancada.
Quizá simulando lluvia estival en un charco poco profundo,
o sucia y contaminada agua
en medio de un oasis en pleno centro de Nueva York.
El cielo tiñóse de azul violáceo.
Como una contusión abierta y en diferido,
como un apocado y pausado atardecer
que no pretende liberarse de los áureos brazos
de un hercúleo sol.
Y la voz se abrió paso a través de la palabra.
Quizá emulando la música callada de una rima silenciada,
o el caudal de un anastomosado río
buscando su desembocadura en el mar.
La decencia convirtióse en apetitosa carne.
Como un jugoso plato cocinado a fuego lento,
como el despertar libidinoso de un adolescente
que se deleita en el uso y primeros goces
de disimuladas y lascivas miradas.
Y así, entre ensoñaciones y algunos versos,
desprendióse el alma de su propio peso,
consciente y fragmentado lastre,
olvidado, y quizá ya muerto.
C.G.B
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